jueves, 19 de mayo de 2016 | By: Unknown

Eugenio Montejo

“Algunas de nuestras palabras
son fuertes, francas, amarillas…
detrás de todas queda el atlántico.”

Eugenio Montejo

Eugenio Montejo
(Caracas, 1938 - 2008)



Eugenio Montejo (Caracas, 1938 - 2008), Poeta, ensayista y crítico literario, es una de las voces más importantes de la poesía hispanoamericana. Fue fundador de la revista Azar Rey y cofundador de la revista de poesía de la Universidad de Carabobo. En 1988 recibió el Premio Nacional de Literatura de Venezuela y en el año 2004 recibió el Premio Internacional Octavio Paz de Poesía y ensayo. Entre sus obras destacan: Élegos (1967); Muerte y Memoria (1972); Algunas Palabras (1976); Nostalgia de Bolívar (1977); Terredad (1978); Trópico Absoluto (1982); Alfabeto del Mundo (1986); Guitarra del Horizonte (1991). Bajo el heterónimo de Sergio Sandoval; Adiós al Siglo (1992); El Hacha de Seda (1995). Bajo el heterónimo de Tomás Linden; Chamario (2003). Bajo el heterónimo de Eduardo Polo.

Textos Poéticos



Élegos
(1967)


Oscuras Madre de mis élegos


Oscura madre de mis élegos,
tú que gravitas, tú que antecedes,
calma central en el vacío de la casa.
Giras a medio arco del sillón
donde columpias las espaldas hinchadas
Al jadeo de tus lámparas. Giras
por ese aire de fatal levitación
con las biblias agónicas del pecho,
hasta que caes a copos de la aguja
y en dedales y ojeras nos cosen hasta el fin
los vivos a los muertos,
tan honda que en ti desapareces.



Algunas Palabras
(1976)



Los Arboles


Hablan pocos los árboles, se sabe.
Pasan la vida entera meditando
y moviendo sus ramas.
Basta mirarlos en otoño
cuando se junta en los parques:
sólo conversan los más viejos,
los que reparten las nubes y los pájaros,
pero su voz se pierde entre las hojas
y muy poco nos llega, casi nada.

Es difícil llenar un breve libro
con pensamientos de árboles.
Todo en ellos es vago, fragmentario.
Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito
de un tordo negro, ya en camino a casa,
grito final de quien no aguarda otro verano,
comprendí que en su voz hablaba un árbol,
uno de tantos,
pero no sé qué hacer con ese grito,
no sé cómo anotarlo. 



Islandia



Islandia y lo lejos que nos queda,
con sus brumas heladas y sus fiordos
donde se hablan dialectos de hielo.

Islandia tan próxima del polo,
purificada por las noches
en que amamantan las ballenas.

Islandia dibujada en mi cuaderno,
la ilusión y la pena (o viceversa).

¿Habrá algo más fatal que este deseo
de irme a Islandia y recitar sus sagas,
de reconocer sus nieblas?

En este sol de mi país
que tanto quema
el que me hace soñar con sus inviernos.
Esta contradicción ecuatorial
de buscar una nieve
que preserve en el fondo su calor,
que no borre las hojas de los cedros.

Nunca iré a Islandia. Está muy lejos.
A muchos grados bajo cero.
Voy a plegar el mapa para acercarla
Voy a cubrir sus fiordos con bosques de palmeras.



Algunas Palabras



Algunas de nuestras palabras
son fuertes, francas, amarillas,
otras redondas, lisas, de madera…
detrás de todas queda el atlántico.

Algunas de nuestras palabras
son barcos cargados de especias;
vienen o van según el viento
y el eco de las paredes.

Otras tienen sombras de plátanos,
vuelos de raudos azulejos.
El año madura en los campos
sus resinas espesas.

Palmeras de lentos jadeos
giran al fondo de lo que hablamos,
sollozos en casas de barro
de nuestras pobres conversas.

Algunas de nuestras palabras
las inventan los ríos, las nubes.
De su tedio se sirve la lluvia
al caer en las tejas.

Así pasa la vida y conversamos
dejando que la lengua vaya y vuelva.
Unas son fuertes, francas, amarillas,
otras redondas, lisas, de madera…
Detrás de todas queda el atlántico.



Támesis




Támesis río de todas las máscaras;
ayer de tigre en el otoño
y hoy lento en el invierno
con trompa de elefante.
Ninguno te conoce
aunque viva mil años.
¡oh, qué monólogo tan largo!...
Y cómo aplauden los mendigos
en el puente de Chelsea,
cómo arrancas sus lágrimas.
Siglos tras siglos vas abriendo tu cauce
frente a las viejas piedras del teatro.
Nadie sabrá qué piensas de nosotros,
qué le cuentas al último navío,
amargo, ambiguo Támesis,
río de todas las máscaras.



Terredad
(1978)



 Terredad



Estar aquí por años en la tierra,
con las nubes que lleguen, con los pájaros,
suspensos de horas frágiles.
A bordo, casi a la deriva,
más cerca de Saturno, más lejanos,
mientras el sol da vuelta y nos arrastra
y la sangre recorre su profundo universo
más sagrado que todos los astros.

Estar aquí en la tierra: no más lejos
que un árbol, no más inexplicables;
livianos en otoño, henchidos en veranos,
con lo que somos o no somos, con la sombra,
la memoria, el deseo, hasta el fin
(si hay un fin) voz a voz,
casa por casa,
sea quien lleve la tierra, si la llevan,
o quien la espere, si la aguardan,
partiendo juntos cada vez el pan
en dos, en tres, en cuatro,
sin olvidar las sobras de la hormiga
que siempre viaja de remotas estrellas
para estar a la hora en nuestra cena
aunque las migas sean amargas.



El Dorado

A Luis García Morales           


Siempre buscábamos El Dorado
en aviones y barcos de vela,
como alquimistas, como Diógenes,
al fin del arco iris,
por los parajes más ausentes.
Unos caían, otros llegaban,
jamás nos detuvimos.
Los hombres del país Orinoco
nunca elegimos otra muerte.

Perdimos años, fuerza, vida;
nadie soñó que iba en la sangre,
que éramos su espejo.
El oro del alma profunda
a través de las voces
que nos inventaban los ríos
en el rumor de las aldeas.
El Dorado que trae el café
a la luz del Caribe
con sus soles a paso de bueyes.
Jamás lo descubrimos,
No era para nosotros sus secretos.
Los hombres del país Orinoco
éramos hijos de la quimera.



Trópico Absoluto
(1982)


Manoa



No vi a Manoa, no hallé sus torres en el aire,
ningún indicio de sus piedras.
Seguí el cortejo de sombras ilusorias
que dibujan sus mapas.
Crucé el río de los tigres
y el hervor del silencio en los pantanos.
Nada vi parecido a Manoa
ni a su leyenda.

Anduve absorto detrás del arco iris
que se curva hacia el sur y no se alcanza.
Manoa no estaba allí, quedaba a leguas de esos mudos
siempre más lejos.

Ya fatigado de buscarla me detengo,
¿qué me importa el hallazgo de sus torres?
Manoa no fue cantada como Troya
ni cayó en sitio
ni grabó sus paredes con hexámetros.
Manoa no es un lugar
Sino un sentimiento.
A veces en un rostro, un paisaje, una calle
su sol de pronto resplandece.
Toda mujer que amamos se vuelve Manoa
sin darnos cuenta.
Manoa es la otra luz del horizonte,
quien sueña puede divisarla, va en camino,
pero quien ama ya llegó, ya vive en ella.



Hombre sin Nieve


A Carlos Tortolero


Somos los hombres sin nieve
nacidos entre tormentas caniculares,
con las casas abiertas de par en par
y las retinas contraídas
frente al motín incesante de los colores.

Nuestra vida está escrita
por la mano del sol
en las mágicas hojas de la malanga.
Sobre estas tierras no ha nevado en muchos siglos;
esquiamos  en la luna, desde lejos,
con largavistas,
sin helarnos la sangre.

Aquí el invierno nace de heladas subjetivas
llenos e ráfagas salvajes;
depende de una mujer que amamos y se aleja,
de sus cartas que no vendrá pero se aguardan;
nos azota de pronto en largas avenidas
cuando nos queman sus hielos impalpables.
Aquí el invierno puede llegar a cualquier hora,
no exige leños, frazadas, abrigos,
no despoja los árboles,
y sin embargo cómo sabe caer bajo cero,
cómo nos hacen tiritar sus témpanos amargos.



La tierra giró para acercarnos



La tierra giró para acercarnos,
giró sobre sí misma y en nosotros,
hasta juntarnos por fin en este sueño,
como fue escrito en el Simposio.
Pasaron noches, nieves y solsticios;
pasó el tiempo en minutos y milenios.
Una carreta que iba para Nínive
llegó a Nebraska.
Un gallo cantó lejos del mundo,
en la previda a menos mil de nuestros padres.
La tierra giró musicalmente
llevándonos a bordo;
no cesó de girar un solo instante,
como si tanto amor, tanto milagro
sólo fuera un adagio hace mucho ya escrito
entre las partituras del Simposio.



Vídeo / Fragmento / Eugenio Montejo


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