“Algunas
de nuestras palabras
son
fuertes, francas, amarillas…
detrás
de todas queda el atlántico.”
Eugenio
Montejo
Eugenio Montejo
(Caracas,
1938 - 2008)
Eugenio Montejo (Caracas, 1938 - 2008), Poeta, ensayista y crítico
literario, es una de las voces más importantes de la poesía hispanoamericana. Fue
fundador de la revista Azar Rey y cofundador de la revista de poesía de la Universidad
de Carabobo. En 1988 recibió el Premio Nacional de Literatura de Venezuela y en
el año 2004 recibió el Premio Internacional Octavio Paz de Poesía y ensayo. Entre
sus obras destacan: Élegos (1967); Muerte
y Memoria (1972); Algunas Palabras (1976); Nostalgia de Bolívar (1977);
Terredad (1978); Trópico Absoluto (1982); Alfabeto del Mundo (1986); Guitarra
del Horizonte (1991). Bajo el heterónimo de Sergio Sandoval; Adiós al Siglo (1992); El Hacha de Seda
(1995). Bajo el heterónimo de Tomás Linden; Chamario (2003). Bajo el heterónimo de Eduardo Polo.
Textos
Poéticos
Élegos
(1967)
Oscuras
Madre de mis élegos
Oscura
madre de mis élegos,
tú
que gravitas, tú que antecedes,
calma
central en el vacío de la casa.
Giras
a medio arco del sillón
donde
columpias las espaldas hinchadas
Al
jadeo de tus lámparas. Giras
por
ese aire de fatal levitación
con
las biblias agónicas del pecho,
hasta
que caes a copos de la aguja
y
en dedales y ojeras nos cosen hasta el fin
los
vivos a los muertos,
tan
honda que en ti desapareces.
Algunas
Palabras
(1976)
Los
Arboles
Hablan
pocos los árboles, se sabe.
Pasan
la vida entera meditando
y
moviendo sus ramas.
Basta
mirarlos en otoño
cuando
se junta en los parques:
sólo
conversan los más viejos,
los
que reparten las nubes y los pájaros,
pero
su voz se pierde entre las hojas
y
muy poco nos llega, casi nada.
Es
difícil llenar un breve libro
con
pensamientos de árboles.
Todo
en ellos es vago, fragmentario.
Hoy,
por ejemplo, al escuchar el grito
de
un tordo negro, ya en camino a casa,
grito
final de quien no aguarda otro verano,
comprendí
que en su voz hablaba un árbol,
uno
de tantos,
pero
no sé qué hacer con ese grito,
no sé cómo anotarlo.
Islandia
Islandia
y lo lejos que nos queda,
con
sus brumas heladas y sus fiordos
donde
se hablan dialectos de hielo.
Islandia
tan próxima del polo,
purificada
por las noches
en
que amamantan las ballenas.
Islandia
dibujada en mi cuaderno,
la
ilusión y la pena (o viceversa).
¿Habrá
algo más fatal que este deseo
de
irme a Islandia y recitar sus sagas,
de
reconocer sus nieblas?
En
este sol de mi país
que
tanto quema
el
que me hace soñar con sus inviernos.
Esta
contradicción ecuatorial
de
buscar una nieve
que
preserve en el fondo su calor,
que
no borre las hojas de los cedros.
Nunca
iré a Islandia. Está muy lejos.
A
muchos grados bajo cero.
Voy
a plegar el mapa para acercarla
Voy
a cubrir sus fiordos con bosques de palmeras.
Algunas
Palabras
Algunas
de nuestras palabras
son
fuertes, francas, amarillas,
otras
redondas, lisas, de madera…
detrás
de todas queda el atlántico.
Algunas
de nuestras palabras
son
barcos cargados de especias;
vienen
o van según el viento
y
el eco de las paredes.
Otras
tienen sombras de plátanos,
vuelos
de raudos azulejos.
El
año madura en los campos
sus
resinas espesas.
Palmeras
de lentos jadeos
giran
al fondo de lo que hablamos,
sollozos
en casas de barro
de
nuestras pobres conversas.
Algunas
de nuestras palabras
las
inventan los ríos, las nubes.
De
su tedio se sirve la lluvia
al
caer en las tejas.
Así
pasa la vida y conversamos
dejando
que la lengua vaya y vuelva.
Unas
son fuertes, francas, amarillas,
otras
redondas, lisas, de madera…
Detrás
de todas queda el atlántico.
Támesis
Támesis
río de todas las máscaras;
ayer
de tigre en el otoño
y
hoy lento en el invierno
con
trompa de elefante.
Ninguno
te conoce
aunque
viva mil años.
¡oh,
qué monólogo tan largo!...
Y
cómo aplauden los mendigos
en
el puente de Chelsea,
cómo
arrancas sus lágrimas.
Siglos
tras siglos vas abriendo tu cauce
frente
a las viejas piedras del teatro.
Nadie
sabrá qué piensas de nosotros,
qué
le cuentas al último navío,
amargo,
ambiguo Támesis,
río
de todas las máscaras.
Terredad
(1978)
Terredad
Estar
aquí por años en la tierra,
con
las nubes que lleguen, con los pájaros,
suspensos
de horas frágiles.
A
bordo, casi a la deriva,
más
cerca de Saturno, más lejanos,
mientras
el sol da vuelta y nos arrastra
y
la sangre recorre su profundo universo
más
sagrado que todos los astros.
Estar
aquí en la tierra: no más lejos
que
un árbol, no más inexplicables;
livianos
en otoño, henchidos en veranos,
con
lo que somos o no somos, con la sombra,
la
memoria, el deseo, hasta el fin
(si
hay un fin) voz a voz,
casa
por casa,
sea
quien lleve la tierra, si la llevan,
o
quien la espere, si la aguardan,
partiendo
juntos cada vez el pan
en
dos, en tres, en cuatro,
sin
olvidar las sobras de la hormiga
que
siempre viaja de remotas estrellas
para
estar a la hora en nuestra cena
aunque
las migas sean amargas.
El
Dorado
A Luis García Morales
Siempre
buscábamos El Dorado
en
aviones y barcos de vela,
como
alquimistas, como Diógenes,
al
fin del arco iris,
por
los parajes más ausentes.
Unos
caían, otros llegaban,
jamás
nos detuvimos.
Los
hombres del país Orinoco
nunca
elegimos otra muerte.
Perdimos
años, fuerza, vida;
nadie
soñó que iba en la sangre,
que
éramos su espejo.
El
oro del alma profunda
a
través de las voces
que
nos inventaban los ríos
en
el rumor de las aldeas.
El
Dorado que trae el café
a
la luz del Caribe
con
sus soles a paso de bueyes.
Jamás
lo descubrimos,
No
era para nosotros sus secretos.
Los
hombres del país Orinoco
éramos hijos de la quimera.
Trópico
Absoluto
(1982)
Manoa
No
vi a Manoa, no hallé sus torres en el aire,
ningún
indicio de sus piedras.
Seguí
el cortejo de sombras ilusorias
que
dibujan sus mapas.
Crucé
el río de los tigres
y
el hervor del silencio en los pantanos.
Nada
vi parecido a Manoa
ni
a su leyenda.
Anduve
absorto detrás del arco iris
que
se curva hacia el sur y no se alcanza.
Manoa
no estaba allí, quedaba a leguas de esos mudos
―siempre más lejos.
Ya
fatigado de buscarla me detengo,
¿qué
me importa el hallazgo de sus torres?
Manoa
no fue cantada como Troya
ni
cayó en sitio
ni
grabó sus paredes con hexámetros.
Manoa
no es un lugar
Sino
un sentimiento.
A
veces en un rostro, un paisaje, una calle
su
sol de pronto resplandece.
Toda
mujer que amamos se vuelve Manoa
sin
darnos cuenta.
Manoa
es la otra luz del horizonte,
quien
sueña puede divisarla, va en camino,
pero quien ama ya llegó, ya vive en ella.
Hombre
sin Nieve
A Carlos
Tortolero
Somos
los hombres sin nieve
nacidos
entre tormentas caniculares,
con
las casas abiertas de par en par
y
las retinas contraídas
frente
al motín incesante de los colores.
Nuestra
vida está escrita
por
la mano del sol
en
las mágicas hojas de la malanga.
Sobre
estas tierras no ha nevado en muchos siglos;
esquiamos
en la luna, desde lejos,
con
largavistas,
sin
helarnos la sangre.
Aquí
el invierno nace de heladas subjetivas
llenos
e ráfagas salvajes;
depende
de una mujer que amamos y se aleja,
de
sus cartas que no vendrá pero se aguardan;
nos
azota de pronto en largas avenidas
cuando
nos queman sus hielos impalpables.
Aquí
el invierno puede llegar a cualquier hora,
no
exige leños, frazadas, abrigos,
no
despoja los árboles,
y
sin embargo cómo sabe caer bajo cero,
cómo nos hacen tiritar sus témpanos amargos.
La
tierra giró para acercarnos
La
tierra giró para acercarnos,
giró
sobre sí misma y en nosotros,
hasta
juntarnos por fin en este sueño,
como
fue escrito en el Simposio.
Pasaron
noches, nieves y solsticios;
pasó
el tiempo en minutos y milenios.
Una
carreta que iba para Nínive
llegó
a Nebraska.
Un
gallo cantó lejos del mundo,
en
la previda a menos mil de nuestros padres.
La
tierra giró musicalmente
llevándonos
a bordo;
no
cesó de girar un solo instante,
como
si tanto amor, tanto milagro
sólo
fuera un adagio hace mucho ya escrito
entre
las partituras del Simposio.
Vídeo / Fragmento / Eugenio Montejo
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